(10) La parábola hijo prodigo
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La parábola del hijo pródigo:
Era el cuarto domingo de Cuaresma.
La lectura del Evangelio de ese día de la misa, era la bonita y entrañable narración del muchacho que le pidió a su papá la herencia, y se marchó de la casa. Mientras se leía el evangelio en la Iglesia, Pedrito, que ya empezaba a estar preguntón, estaba muy atento y se iba imaginando toda la historia que se iba contando. Por su cabeza pasaba la idea de un hijo grosero y respondón con su papá. De seguro, que el papá lo regañaba porque no quería hacer nada, ni hacer los mandados a la panadería, ni recoger las hojas de las matas en el patio, o hacer las tareas del colegio. Tal vez, el muchacho se portaba mal, y el papá se molestaba mucho por eso. ¿Para qué quiere tener dinero, el hijo? – se estaba preguntando Pedrito, mientras el párroco iba leyendo la parábola.
Todos los presentes dijeron: -- “Gloria a ti, Señor, Jesús”, cuando el padre terminó de leer el evangelio. Y todos se sentaron para escuchar lo que iba a decir el párroco en relación a tan bellísima página de las Sagradas Escrituras.
-- El hijo menor iba en contra de la tradición judía – iba diciendo, entonces, el párroco – pues no era normal que un hijo le pidiera por adelantado la herencia a su padre. Eso significaba renegar del apellido del padre, y renunciar a toda conexión familiar.
Pedrito estaba atento y sus pensamientos se estaban ocupando, en que con toda seguridad, el hijo menor de aquel señor, era un muchacho malcriado. Y, que en parte, si era malcriado, el propio papá tenía la culpa, porque ¿cómo se malcría a un muchacho? – se preguntaba. Con, o sin razón, era su propio cuestionamiento, y sin quererlo y no sabiéndolo, Pedrito estaba ahondando sobre cosas fundamentales en una familia, con sentido de autoridad y respeto.
-- ¿Por qué el papá le decía que no, y que no fuera grosero?—se preguntaba.
-- ¿Por qué el papá se tenía que dejar dominar por ese muchacho?
-- Ahhhhhh, porque el mismo papá no podía, ni callar, ni mandar al muchacho, y si lo mandaba, no le hacía caso – se respondía el mismo Pedrito en su diálogo consigo mismo.
-- Por eso mismo, era que el muchacho le dijo al papá que le diera la herencia, porque él se iba.
-- Ya estaba acostumbrado a hacer lo que quería, y el papá, pues no lo podía ni dominar, ni controlar. Ahhhhhhhhh….y, ¿por qué no lo acusaba? Pero, ¿con quién lo iba a acusar? Si él mismo era el papá. Lo podría acusar con el abuelo. A lo mejor, si le hacía caso al abuelo. Y, Pedrito, sin saberlo, estaba inmerso en la norma aparecida en el libro de Deuteronomio, que dice: “Si un hombre tiene un hijo rebelde y díscolo, que no escucha la voz de su padre ni la voz de su madre, y que, castigado por ellos, no por eso les escucha, su padre y su madre le agarrarán y le llevarán afuera donde los ancianos de su ciudad, a la puerta del lugar. Dirán a los ancianos de su ciudad: «Este hijo nuestro es rebelde y díscolo, y no nos escucha, es un libertino y un borracho.» Y todos los hombres de su ciudad le apedrearán hasta que muera. Así harás desaparecer el mal de en medio de ti, y todo Israel, al saberlo, temerá” (Dt. 212, 18-21; Eclesiástico 30, 7-13). Claro, que Pedrito no lo sabía…
-- Por eso era que el papá no podía hacer nada con su hijo que era malcriado – seguía Pedrito en sus pensamientos profundos.
-- Porque tenía que acusarlo—seguía embelezado el nieto mayor de mamá Carmen.
-- Y si lo acusaba, iban a matar al hijo. Pedrito andaba por caminos poco comunes. También en el libro del Eclesiástico se decía que si no se castigaba al hijo, en su momento, le traería dolores de cabeza.
El párroco estaba hablando que el hijo menor se había ido. Y que después había regresado, y toda esa historia de ternura. Pero, Pedrito, pensaba, por el contrario, que el muchacho era mala conducta. Además, no se fue sino a gastar el dinero, y no trabajó por su propia cuenta, y cuando se le acabó todo, se regresó. Claro, porque sabía que el papá no lo podía denunciar. Y venía a querer gastar el dinero del otro hermano, que se había puesto muy molesto porque regresaba. Pedrito en su pensamiento se atrevía a tener sus propias ideas. Le daba miedo contársela a la abuela mamá Carmen. Tal vez, lo iba a regañar. O, quizás, la abuela, lo hubiera entendido. ¿Y, si le decía eso a la catequista? A lo mejor, no haría, entonces, la primera comunión, ni la confirmación. Pedrito estaba empezando a ser preguntón. Tal vez, eso le traería algunas incomprensiones.
-- ¿Qué edad tendría el hijo menor? – se preguntaba, igualmente, Pedrito.
-- ¿Tendría edad para que no lo regañaran?
-- Jesús tenía doce años cuando se perdió en el Templo --- se decía Pedrito – Pero, Jesús, le hizo caso a su papá y a su mamá y se regresó con ellos, y no se volvió a perder más, como esa vez que se quedó en el Templo, y la Virgen y San José andaban todos asustados porque se había perdido el niño Jesús.
Juancito se estaba quedando dormido. El párroco exponía las razones del padre rico en misericordia, que había salido a recibir al hijo que se había ido, y que salía a conversar con el hijo mayor para que entrara a la fiesta. Eran dos comportamientos distintos, de los dos hijos, y una constante, por parte del Padre de la historia de la parábola. Y, en el caso de Juancito y Pedrito, también: uno luchaba por no dormirse, y apenas, mantenía los ojos abiertos; y el otro, tenía los ojos demasiado abiertos para su edad, y se aventuraba por mundos poco usuales, hasta para gente grande.
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